10.12.14

Entrevista a Juan García Larrondo por la comedia Agosto en Buenos Aires

P.-¿De qué trata Agosto en Buenos Aires?
R.- Es una comedia de enredo -clásica en estructura pero creo que innovadora en su argumento- que narra la historia de una pareja de chicos que ponen su casa en alquiler, antes de marcharse durante un mes al Río de La Plata. Casualidades de la vida, son dos argentinas –madre e hija- quienes alquilan finalmente el piso. Por un cambio de última hora, los hombres deben suspender el viaje y, a regañadientes, acaban decidiendo convivir los cuatro juntos en el piso durante el mes de agosto. Lo que, al principio, parece ser una experiencia divertida, de intercambio cultural entre dos mundos diferentes, en realidad, termina convirtiéndose en una pesadilla. La madre, una olvidada diva de la ópera con poderes paranormales y de ideas bastante retrógradas, hace uso de sus malas artes para conseguir que uno de los chicos se enamore, mediante hechizos, de su hija, que es una joven acomplejada y que, además, acaba de quedarse embarazada de un alto cargo del gobierno de Argentina. Todo se complica cuando los antepasados de la matriarca se le aparecen desde la ultratumba para tratar de frenar el aquelarre y recordarle las cuentas pendientes que mantiene, no ya solo con los vivos, sino también con sus familiares fallecidos. En realidad, es un melodrama que se mueve entre dos mundos, entre lo cómico y lo trágico pero, en el que, al final, todos acabarán comiendo perdices, cada cual en el mundo que le pertenece.

P.-¿Cómo nació esta obra?
R.- Al principio como reacción o, incluso, como poética venganza. Nunca he ocultado que mi biografía se desangra más de lo debido en casi toda mi obra literaria. Confieso que, detrás de este palimpsesto, se transparenta un anhelo de hacer, en ficción, lo que la realidad a menudo me negaba. Me apetecía escribir una historia sobre hombres que se amaban y necesitaba que esa aventura acabara felizmente, cosa que no era muy habitual ni en el cine ni en el teatro de la época en que esbocé la primera versión del texto, más o menos a mediados de los 90. Tampoco es que ahora esto sea un cuento de hadas. Pero, bueno, a veces apetece reírse un poco mientras se atraviesa el valle de lágrimas.

 P.- Vista la obra con perspectiva, ¿No resulta curioso cómo ha cambiado la forma de ver la homosexualidad y en un tiempo que –históricamente- podría considerarse breve?
R.- Siempre he preferido no poner adjetivos a los afectos y raramente suelo referirme con ese tipo de palabras al hablar de las personas del mismo sexo que se aman o se sienten atraídas. Evito usar determinados términos de forma deliberada porque nunca me ha gustado ponerle nombres a los afectos, ni distinguirlos, ni amortajarlos bajo ninguna bandera. Lo que conocemos desde el siglo XIX como “homosexualidad”, en realidad, es solo un concepto  reduccionista y creado ex profeso para definir una “anomalía” que, en lo esencial, por el mero hecho de existir como término, es en sí peyorativo, diferenciador y exclusivista. Lo que cambian son las modas, las visiones e, incluso, la memoria. Ahora todo parece más “normal”, más visible, incluso más “moderno” y, qué duda cabe, al menos las leyes han dado pasos de gigante para garantizar que las minorías puedan ampararse en leyes y en derechos para protegerse de la barbarie, la intolerancia y poder escribir obras como esta sin que tenga que pasar absolutamente nada. Cuando escribí de nuevo “Agosto en Buenos Aires”, en el año 2013, tuve que modificar algunos pasajes que se habían quedado obsoletos pero, si lo sopeso bien, solo en determinados aspectos formales. La “normalidad” que defendemos y el cambio verdadero solo será real cuando dejemos de hablar sobre el tema y no tengamos que justificar nada ante nadie. Como dice el refrán: el corazón tiene razones que el corazón no “entiende”. Y ni falta que hace que las entienda.

 P.- Las mujeres de esta obra son muy peculiares y más su relación con los muertos. ¿Nos la explicas?
R.- Otro sambenito. Siempre me han dicho que conozco bien el universo femenino y que suelo construir personajes para mujeres que no parecen haber sido escritos por un hombre. Sin embargo, como antes explicaba, intento huir constantemente de los tópicos de género, valga el personaje de “Celeste Flora” como ejemplo. En esta obra es cierto que hay algo “paródico” en los roles de Aurora y de Hiperbórea, como lo hay también en el resto del elenco masculino. Son estereotipos poco creíbles, incluso sus motivaciones son meramente anecdóticas. El personaje de la madre, con poderes sobrenaturales y de sobrepeso, cantante de ópera venida a menos y, para colmo, de ideología reaccionaria, es pura pantomima: una impostura forzada para buscar la risa fácil. Su capacidad para hacer magia –o, en su caso, brujería- y para poder ver a los muertos es lo que realmente al final la salva. A ella y a la hija, pues ambas son clarividentes por estirpe. Aún así, tampoco es la primera vez que, en mi obra literaria, los muertos vuelven a la vida para salvarse -o para suicidarse y morir de nuevo- como en el caso de “Mariquita aparece ahogada en una cesta” o en “La cara okulta de Selene Sherry”. De hecho, Hiperbórea es hermana de Meteora, uno de los personajes principales de esas “Comedias Selektras” principalmente protagonizadas por mujeres en absoluto convencionales. Igual llevo toda mi vida escribiendo sobre “ángeles” y todavía no me he dado cuenta.

P.-¿Cuáles son los requerimientos técnicos y de actores para representar Agosto en Buenos Aires?
R.- Los personajes protagonistas de la obra son cuatro, dos hombres y dos mujeres. Luego hay varios personajes secundarios que, de cara a un posible montaje, quizás podrían ser interpretados por otros cuatros actores y, salvo las escenas de apariciones fantasmales, que son pocas, todo el argumento se desarrolla en el interior de una torre mirador de Cádiz. Un Cádiz, eso sí, utópico y de fantasiosas coordenadas. No creo que sea una obra que requiera ni de un montaje complicado ni de un gran despliegue de medios, como suele ser lo habitual en casi toda mi producción dramática. Es un melodrama de tres actos, en la línea de las comedias costumbritas de Arniches o Pedro Muñoz Seca. El reto es representarla sin que lo parezca.

 P.-En la entrega del Premio El Espectáculo teatral y la presentación de Agosto en Buenos Aires participaron Pedro Víllora y Juan Carlos Pérez de la Fuente. ¿Cómo viviste el momento?
R.- Sumamente emocionado, como no podía ser de otra forma. Para mi fue un honor y un regalo compartir mesa con profesionales de esa talla. Víllora, que fue el autor premiado en la edición del año pasado, me sacó los colores dedicándome unas hermosísimas palabras y a Juan Carlos fue un placer volver a reencontrármelo después de tantos años. Más que un premio, ha sido un regalo inesperado y en un momento muy especial de mi vida. Y me encantó que, al mismo tiempo, galardonaran también a Ediciones Irreverentes con el premio a la Mejor Labor Editorial del año. Cualquier reconocimiento a la obra de un creador supone un impulso, una toma de conciencia de que lo que haces puede gustar a otros. De hecho, en un momento dado, te facilita creer más en ti mismo. Todos necesitamos un empujón a nuestro trabajo para seguir dedicándonos a esto con ilusión y con ganas. Mi más sincero agradecimiento a todos los que me han permitido poder tocar un sueño cuando apenas lo esperaba.

P.-¿En qué lugares ha sido representada tu obra? 
R.- Para ser un autor afincado en las provincias, mis textos han sido representados en más lugares de los que jamás habría imaginado. Creo que he sido muy afortunado en ese sentido. Mi obra ha llegado a prestigiosos festivales internacionales de Estados Unidos, Argentina, Venezuela, Brasil, Colombia, Chile, Uruguay… y a muchos otros sitios de España, como Madrid o Barcelona. Pero, sobre todo, mi voz se ha escuchado profusamente en Andalucía gracias al trabajo de varias compañías. Si no “profeta”, sí que he tenido la fortuna de ser “evangelista” en mi propia tierra y, algunos de mis textos, como “El Último Dios”, “Al Mutamid” o “Celeste Flora” han visitado muchos teatros de todo el Sur. Con el Centro Andaluz de Teatro, por ejemplo, también llegué a colaborar frecuentemente en varios espectáculos colectivos como “Los siete pecados capitales” o adaptando la obra de Albert Camus “El estado de sitio” hace un par de años. Cuando otros profesionales del mundo escénico nos estrenan, en realidad, los autores perdemos el control de nuestras palabras. En ese sentido, he sido un dramaturgo muy bien tratado. Y eso que mi teatro no es del que sea fácilmente representable y, menos, en estos tiempos, donde los medios escasean, las funciones no pueden durar más de una hora y, para colmo, el elenco de actores y la escenografía deben caber, como dice mi amiga Kiti Mánver, dentro de un coche para abaratar costes de gira. Tarde o temprano los espectadores acabarán cansándose de tanto monólogo y de tanto “microteatro” y volverán a producirse grandes dramas corales como los de antaño. Espero seguir en activo para entonces, por que aún tengo por ahí algún que otro “peplum” que estrenar con todo lujo de despilfarros…

P.-Para quienes no te conozcan, como autor ¿qué autores pueden haberte marcado a la hora de crear tu estilo literario?
R.- Qué difícil responder. ¡Serían tantos! Principalmente Lorca, Valle, Calderón, Beckett, Koltés y, en general, todos los clásicos. Soy un autor muy influenciable y por cualquier tipo de género literario. Depende de la época, del momento en que un libro llegue a tus manos…Escritores como Marguerite Yourcenar, Borges, Unamuno, Poe, Teresa de Mello, Albert Camus, Brecht o, incluso, Agatha Christie o Julio Verne han sido cruciales en mi vida y, por ende, en la forma en que he ido escribiendo posteriormente algunas de mis obras literarias, no exclusivamente teatrales. El estilo aparece y desaparece, en ocasiones, y nunca deja de formarse. He tenido, además, la suerte y la desgracia de ser bibliotecario durante años. Suerte de poder elegir todo tipo de lecturas y desgracia de ver cuánto se escribe y no tener años de vida suficientes para leerlo todo. Hoy en día, los escritores ya no reciben ni tantas influencias de obras literarias ni tampoco de la Literatura, como nos pensamos. No hay tiempo ni espacio para procesar la sobredosis de información que recibimos. Los manantiales de creatividad empiezan a agotarse. Me asusta que perdamos inventiva, imaginación, que no estemos siendo originales y que, en el fondo, llevemos tiempo reescribiendo lo que otros ya escribieron antes. La mejor influencia es la que nadie nota. No hay peor enemigo para la fantasía de un creador que la realidad de su propia época contada en un telediario y querer escribir luego sobre ello.


P.-Aunque eres un autor multipremiado, vives lejos de la capital y eso puede influir en la forma de difundir tu obra teatral. ¿No crees que quizá habría que hacer algo institucionalmente para facilitar la difusión por toda España de las obras de los autores que vivís en la periferia?

R.- Por supuesto, pero ¿cómo? Recuerdo que, hace años, nos reunimos varios autores andaluces en la Sala Olimpia de Madrid para reivindicar, en un acto simbólico, nuestra presencia en los escenarios madrileños. Juan Carlos Pérez de La Fuente estaba allí con nosotros, precisamente. Tan solo en la capital, actualmente el número de dramaturgos en activo es incontable e, incluso, inasumible para los medios y espacios de que se disponen. A los que nos dedicamos a escribir también guiones televisivos nos pasa exactamente lo mismo. No hay series, ni trabajo, ni compañías para todos y, por otro lado, asistimos a un momento en que, además, hay infinidad de autores jóvenes emergentes provenientes de las Escuelas de Arte Dramático de toda España o esteparios que crean a su albedrío. Las obras teatrales se amontonan en cajones, en comisiones de lecturas de los teatros públicos o en los correos electrónicos de las pocas y heroicas editoriales que sobreviven publicando textos dramáticos. Si, encima, no vives en Madrid, no te mueves por la villa y corte como pez en el agua o no eres un autor de moda, ¿cómo pretender que te estrenen sin tirar la toalla en el intento? Naturalmente que las instituciones estatales deberían compensar las ayudas a la creación, los estrenos y la difusión de los mismos descentralizando un poco sus ámbitos de actuación, pero no sabría con qué criterios ni si sería proporcionalmente justo. Sobre todo por que, en este país, si no estrenas en las grandes ciudades, si no sales en la prensa nacional o si no estás bien relacionado en los ambientes teatrales, aunque poseas un gran talento, en realidad, ni siquiera existes. Es como una tómbola en la muchos matarían por ser amigo de alguien que trabaje en la televisión o en alguna institución cultural pública. La situación en la periferia es, si cabe, mucho más triste. En Andalucía, por ejemplo, que es una comunidad enorme donde sobrevivimos también como podemos otras decenas de autores, el bucle se repite: si tienes la suerte de estrenar algo en una localidad remota pero no se hacen eco de ello las hemerotecas de Sevilla, sigues siendo igual de invisible. Las instituciones están bloqueadas, paralizadas, sin presupuesto. La crisis lo ha parado todo. Conozco a muchos profesionales y amigos que lo están pasando verdaderamente mal y, desgraciadamente, tanta adversidad no agudiza más el ingenio. Eso es una infamia. A veces me da hasta pudor confesar que, en mi caso, creo haber tenido una gran suerte. Yo no solo vivo en la periferia: vivo en la tangencia de todo, a seiscientos kilómetros de la presentación de un libro, de un estreno aunque no sea mío, de una lectura dramatizada o de una mesa redonda con los compañeros de la Asociación de Autores de Teatro. No trabajo ni más ni menos que cualquier otro dramaturgo de España, ni creo ser ni mejor ni peor que muchos. Pero, ante la vorágine y la realidad, lo mejor es no rendirse ni perder el equilibrio. Escribir es lo único que creo hacer más o menos bien y, para hacerlo, hay que perder algunos trenes o hay que llevarse el portátil viajando en turista hasta Madrid o las Antípodas las veces que hagan falta. Es lo bueno y lo malo que tiene vivir de la farándula, que hay que saber pecar y hacer milagros al mimo tiempo.