22.12.14

Platero de los belenes, de Julio Fernández Peláez

Platero es pequeño, peludo, suave.
Platero es tan tierno que hace las delicias de los visitantes a belenes públicos, esos que en todas las ciudades se colocan para que los niños y sus padres se aflijan con la llegada de unas fechas del todo entrañables y piensen que no todo es anuncio, lotería y bombillita inútil.
Platero es tan sensible que permanece reflexivo frente al mal aliento de quienes no paran de decir tonterías después de tomarse un par de vinos en la taberna de un amigo.
Platero es tan dócil que se deja montar por los salvajes que para hacerse una autofoto se suben sobre el lomo de los burritos de los belenes hasta reventarnos antes de darle al clik y decir: “Patata, burrito, di patata”.
Platero es tan bueno que cuando alcanza el cielo después de agonizar durante 3 días seguidos con los huesos que no tiene aplastados por más de cien kilos de grasa estúpida, no dice nada, y no se caga en la Navidad ni en la pavisosa figurita del tonto del niño Jesús, ni en la madre que lo parió y el calzonazos de su padre, ni en los reyes católicos que no traen más que mierda al establo, ni en la estrellita de papel de aluminio, ni en las ovejitas, patitos, camellos y demás fauna condescendiente que con tal de tener un papel secundario en la función, y poder renovar el contrato año tras año, permanecen inalterables e inconmovibles ante tanta injusticia en el mundo, como si las únicas cosas vivas y con sentimientos de todos los belenes fueran precisamente los ignorantes burritos plateros como yo.
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