16.9.06

Primeras páginas de INDIANOS, de Ana María Álvarez, en Ediciones Irreverentes

Primera páginas de INDIANOS, en Ediciones Irreverentes

Después de un día agobiado por el calor, y una tranquila y dulce noche, cuando todavía no había empezado a clarear, lechuzas, mochuelos, búhos y toda clase de animales nocturnos aprovechando los últimos momentos de oscuridad, seguían persiguiendo a sus víctimas, antes de retirarse a sus escondrijos, hasta los cuales no llegaría la luz del sol y, en los que permanecerían durante todo el día, cuando Pedro ya estaba dispuesto a levantarse Eran las horas en que todos los chicos de su edad seguían durmiendo pero Pedro lo mismo en el buen tiempo del verano que en los fríos días del invierno se veía obligado a dejar su cama, pues tenía que atender a aquellos trabajos que le habían sido encomendados, y como eran muchos los años que llevaba haciéndolo, estaba tan familiarizado con esos madrugones que le hubiera sido imposible seguir en la cama hasta las nueve de la mañana. La casa se ponía en movimiento al unísono y sin dilaciones empezaban con sus monótonos y rutinarios trabajos. Solamente quedaban en la cama los hijos más pequeños que a esas horas disfrutaban estirándose y acomodándose a gusto, ya que las camas eran compartidas por lo menos entre dos hermanos, o, en la cama grande con sus padres, ilusión de todos ellos y que para evitar peleas se iban turnando cada noche. Sus sueños placenteros seguían hasta que ya bien entrada la mañana la madre los despertaba, espabilaba y hacía que se levantaran. Marido y mujer ordeñaban las cabras y ovejas, mientras que el mayor de los hijos ponía los aparejos al burro y en sus serones iba colocando las cantaras de leche que tendría que llevar al pueblo, porque a las siete y media ya empezaban las mujeres a ir a comprarla a los puestos. Los padres, una vez terminado con el ordeñado se marchaban a la huerta en donde trabajaban, el marido hasta la hora de la comida, la mujer regresaba antes a la casa para levantar a los pequeños, darle el desayuno y luego dedicarse a las faenas del hogar. Pedro, después de lavarse la cara, si es que aquello se le podía llamar lavado, más bien diremos que se mojaba la cara para espabilarse, se tomaba un tazón de leche, un cacho de pan que frotaba con ajo, lo regaba con un poco de aceite y se lo comía relamiéndose como si fuera un exquisito manjar; terminado el desayuno empezaba los preparativos para pasar todo el día en el campo con el ganado, volvía sobre las seis y, a esas horas quedaba libre de obligaciones. A esas horas sí ponía un poco de más cuidado en su aseo personal, si hacía buen tiempo se desnudaba fuera de la casa, se enjabonaba y cualquiera de la familia que anduviera por allí se encargaba de echarle unos cubos de agua por encima para enjuagarse y quitarse bien el jabón. Era un sistema de ducha un poco primitivo, pero que no dejaba de cumplir sus fines; se ponía ropa limpia y esmeradamente planchada la cual llevaba remiendo sobre remiendo y alegre como el pájaro al que le abren la jaula, se marchaba en busca de sus amigos. No vivían muy lejos unos de los otros, en cortijadas parecidas a la de Pedro y todos juntos ideaban pasarlo lo mejor posible. Todo el campo, o casi todo, lo tenían a su disposición y en él hacían lo que todos los chicos que se encuentran en la misma disposición acostumbran hacer: ir en busca de peces cabezones al arroyo, buscar nidos, grillos… y meterse en huertos y campos sembrados próximos a dar una nueva cosecha, para provocar a perros y dueños que salían a ladridos y pedradas detrás de ellos, a la vez que los insultaban y amenazaban, pero ligeros como gamos, pronto se ponían a buena distancia sin que piedras ni amenazas llegaran a alcanzarlos. Sin embargo en dirección del pueblo si había una finca a la cual nunca se habían acercado ninguno de ellos, les imponía la magnificencia de la casa, los grandes jardines que la rodeaban, cantos de aves para ellos extrañas y chillidos de monos que jugaban encerrados en grandes jaulas; fieles perros guardaban todas esas bellezas pero, ellos más miedo que a estos le tenían al "negro" que apenas que sentía que los perros se ponían nerviosos se acercaba hasta la valla para ver que era lo que pasaba.