Faltaban
quince minutos para las siete de la tarde, salíamos de la capilla como todos
los días, habíamos terminado las vísperas, oración tan querida por la mayoría
de mis hermanos que realizábamos diariamente a las seis en el oratorio del
convento como en todas las abadías del mundo. Esa tarde unas horas antes, fray
Horacio, me comentó de un libro antiguo que leyó sobre la mariposa negra, y su
simbología relacionada con la muerte.
Después de casi tres cuartos de hora
salimos de la capilla directos al comedor, espacio no solo para comer, sino conversar, reír, compartir, y de
hecho cenar. Como era jueves la cena duró aproximadamente una hora. Luego
tuvimos tres cuartos de hora para recrearnos, hacer tareas
Entré
en mi celda, me lavé los dientes, me puse el pijama. Cumpliendo con la rutina
tomé mi libro, eran alrededor de las diez.
El
convento tiene dos edificios grandes: uno antiguo de madera, llamado “el noviciado” , donde tienen sus celdas los
novicios, la biblioteca antigua que guarda libros antiquísimos y la habitación
del padre abad. En el otro de concreto, el seminario, donde se hallan las demás
habitaciones, el comedor, la capilla, la cocina, y otros cuartos.
Mi
habitación estaba en el edificio de madera, cerca del campanario, Los hermanos
mayores, consagrados sacerdotes, como Edgar, Teodoro y Giorgio, contaban historias sucedidas en esa antigua
edificación.
Nuestro
sacristán Juanito, un hombre sencillo e ingenuo, que realizaba la limpieza del
templo mayor, me contó de la mujer del velo negro con un bebé en brazos que se
aparecía en el campanario. Decía que ella, al bajar, entraba en la única habitación vacía del
noviciado que estaba frente a la de Juanito; él siempre terminaba su relato
contando, que desde su cama, podía verla a través del orificio de la cerradura,
sentada en su cama dándole de mamar a su bebé y levantando el rostro para
mirarlo.
Cuando
vi mi reloj eran ya las doce y diez de la noche, yo seguía leyendo, sin sueño
aún. Apagué la lámpara y traté de dormir, pasaron como unos quince minutos de
silencio y quietud, cuando escuche un murmullo de voces, sentí un escalofrío,
era semejante al coro de los frailes cuando cantaban en la capilla, pero lo
extraño era que a esa hora no había oración y haberla me habrían avisado. Me levante dirigiéndome
hacia la capilla, caminaba inquieto y tembloroso, no podía dejar de pensar en
lo que encontrar. Al llegar, la sorpresa
latigó mi corazón, observé que la
capilla estaba llena, de un lado los frailes, del convento vecino, eran la rama
femenina de la orden. Todos rezaban en latín con mucho fervor, como suplicando.
Sin embargo, mayor aún fue mi asombro al
ver que no estaba el sagrario dorado de siempre, sino colocado en el extremo lateral izquierdo. Descansando
sobre un pedestal de madera una urna marrón, barnizada, desconocida; una de las
religiosas se dirigió hacia allí, abrió su puertecilla y sacó un pequeño copón
dorado repleto de ostias, lo puso en el
altar central. Todos se arrodillaron, yo congelado por la extrañeza del
acontecimiento, también me arrodillé. “Oramus et Dominus nostrum”, se escuchaba
a coro, yo no entendía nada, miraba hacia todas partes, todos tenían las
capuchas colocadas sobre sus cabezas,
leían un librito que yo no tenia, que desconocía. El ambiente era de
sacro temor, estaba seguro que algo sucedía. Nadie voltio a mirarme, ¿Qué pasa
Señor, atiné a preguntarme? Era lo único que pensaba. ¿Que pasa, Señor? ¿Qué
pasa?
En
eso, abrió la puerta de la capilla, nuestro padre Juan, el abad, con su
imponente hábito blanco humo, agitado.
¡Horacio!
Me llamó con voz potente pero baja ¡ven conmigo!, Salí de inmediato y me
encontré con otro grupo de frailes que lo acompañaban, sin tiempo de preguntar
nada, me empujaron en dirección a la cocina que daba al comedor y a la entrada
del noviciado. Era una especie de portal que dividía los dos edificios, por un
lado el comedor y por el otro una salita; mientras caminábamos un hermano me
puso la capa del hábito, otro una guitarra en la mano diciéndome en voz baja ¡Sol y Re, Sol y Re!
Cuando llegué a la puerta de la cocina vi que también estaba el hermano Edgard
en las mismas condiciones que yo, también con una guitarra, sus dedos variaban
las notas sol- re, sol – re.
La salita que colindaba con el
comedor era de tipo colonial barroco, en ella se recibía a los familiares de
los frailes que esporádicamente venían de visita, tenia por un lado, el que
daba a la pared, dos sillones rojos de terciopelo y por el otro lado la salita
en si, con una mesita de centro y siete sillas. Contra la pared una antigua
radiola que ya nadie usaba. Cuando me asome por el portal mi sangre se congeló,
vi que había una cortina que dividía en dos a la salita justo por la mitad. Al
otro lado de la cortina se traslucía la figura de una mujer, desnuda, de frondosa cabellera, danzando, en medio de
otras figuras que parecían estar detrás de ella, como en una orgia oscura,
tenebrosa y diabólica. Sentí un frío desgarrador recorrer mi cuerpo y
estacionarse en mis manos, me dolían. Edgard y yo nos miramos, vimos nuestros
rostros pálidos casi amarillos, los labios blancos, supimos que debíamos que
entrar para escondernos detrás de los
sillones rojos, utilizarlos como trincheras, hacerle frente a esa oscura figura
femenina que había conmocionado el convento y que tenia a los frailes y monjas orando y llorando en la capilla.
Cerramos los ojos y nos encomendamos al bien, a la fuerza del amor que nos
había llevado a encerrar nuestras vidas en un monasterio. Éramos mitad monjes
mitad soldados, había llegado el momento de demostrarlo, cada uno con su
guitarra como si fuera un rifle. Yo no podía abrir los ojos, no podía relajar
los dedos helados de mis manos; el aire era rancio, denso, la luz se había
tornado rojiza, el tiempo se había convertido en un eterno
presente.
Traté
de concentrarme, de recordar las sacras notas del Réquiem de Mozart que había
escuchado durante el día, me asomé por el respaldo del sillón y comprobé que la
mujer aún estaba allí, bailando y al padre abad, arrodillado, casi en el portal
de la salita con sus manos juntas a la altura del pecho, sus dedos
entrecruzados, sus ojos cerrados y su cabeza inclinada, ¡Sol y Re! ¡Sol y Re!
Escuchaba que repetía frenéticamente. Miré a Edgar. Él recibió mi mirada con estupor, nos arrodillamos,
comenzamos a tocar, nunca antes, tres
rasgueos para cada nota comenzando por Sol, las guitarras no se escuchaban.
¿Qué es esto, me pregunté? ¿Qué sucede? El
frío del miedo se iba alejando por el calor del esfuerzo, seguíamos tocando. A
la tercera secuencia de notas retumbó todo el lugar, fue un grito ensordecedor
que contenía otros gritos en su interior. La mujer ya no danzaba si no que se
retorcía, sus manos querían arrancarse el cabello, me di cuenta, por lo gritos
que emitía, que sentía dolor, mucho dolor, que las notas que tocábamos, aunque
no las escucháramos, la herían. Escondido detrás de mi trinchera, empecé a
sentir un poco de confianza, de alguna manera supe que no podía exponerme a su
mirada, que eso sí sería mi fin y no me expuse, seguí tocando las notas del
silencio. La luz rojiza comenzó a disiparse y poco a poco fue subiendo el
volumen de la guitarra, los gritos se volvieron más tenebrosos y
escalofriantes, podía sentir su furia y su olor, una mezcla entre amoniaco,
cloro y propano. Volví a mirar, la cortina se acercaba con lentitud hacia
nosotros, los gritos y las voces eran cada vez más amenazantes, la guitarra
otra vez muda. Los gritos llegaron a un nivel insoportable, sentía que entraban
en mi alma a través de los oídos, Edgard estaba convulsionando, con los ojos en
blanco, vomitaba sobre la guitarra, la
cortina avanzaba, me iban a devorar, el fin era inminente, ya no tenía fuerzas
para continuar. Mis manos se debatían entre taparme las orejas o seguir tocando,
¡Señor! ¡Dios mío! ven en mi auxilio. Supliqué
No recuerdo más detalles, sólo que desperté. Ya no estaba acostado sobre mi almohada, sino sobre el almohadón de plumas que me regaló nuestro Padre Abad, la noche anterior, el 18 de abril, en conmemoración de los diez años de mi iniciación. Me hallaba en la capilla, todos los hermanos se acercaban a un cajón, depositaban una flor sobre mi cuerpo. Una guitarra sonaba al son de ¡Sol y Re! ¡Sol y Re! ¡Sol y Re!
No recuerdo más detalles, sólo que desperté. Ya no estaba acostado sobre mi almohada, sino sobre el almohadón de plumas que me regaló nuestro Padre Abad, la noche anterior, el 18 de abril, en conmemoración de los diez años de mi iniciación. Me hallaba en la capilla, todos los hermanos se acercaban a un cajón, depositaban una flor sobre mi cuerpo. Una guitarra sonaba al son de ¡Sol y Re! ¡Sol y Re! ¡Sol y Re!